Hernan Carbonel, es de Salto, lo ves caminando por nuestras calles, a veces solo , a veces con su familia, pero esta nota de Clarin, hace que muchos lo conozcan mejor y entendamos mucho mas sus libros y escritos
Arrojar la primera piedra? Mundos íntimos. A mi viejo puedo criticarle muchas cosas. Pero ahora que tengo hijos, veo que educar no es tan fácil
Trabas. La esposa del autor quedó embarazada en la época en que su padre -bastante ausente- se estaba muriendo. Ese paralelismo despierta un sinfín de reflexiones sobre cómo vivir con nuestros fantasmas.
En noviembre de 2014 publiqué en esta misma sección un texto titulado “Nunca entendí cómo mis padres llegaron a ser pareja”. En esos pocos caracteres no contaba más que algo repetido en muchos rincones del universo: ser hijo de padres separados. Lo hice exponiéndome, sacando a la luz situaciones que tocaba fibras íntimas de ellos dos, ni hablar de las mías.
De ambos, el que mejor parado quedaba en imagen pública, paradójicamente, era él. Él, que supo construir confianza e intimidad con desconocidos, aunque penó por su torpeza para fortalecer vínculos verdaderos y relaciones atravesadas por un compromiso emocional constante. Tampoco eso es nuevo: la sal adentro, el mar afuera.
La nota se publicó un sábado lluvioso. Pasé horas frente a la computadora y el teléfono, agradeciendo mensajes de lectores ignotos y de amigos. Entre eso y pasearse desnudo por la calle céntrica de cualquier ciudad de provincia un sábado por la noche, no había grandes diferencias. Durante años seguí preguntándomelo: ¿hacía falta escribir sobre eso?
La crónica finalizaba con una propuesta: después de décadas atravesadas por el silencio y una respetuosa indiferencia, mi padre le propuso casamiento a mi madre para que, al menos como resarcimiento económico, le quedase una pensión para cuando él no estuviera. La escena se dio en el living de casa, yo mero testigo, sorprendido, fumando un cigarrillo tras otro con la puerta entreabierta. No sé cuántas veces mi padre habrá llorado frente a mi madre. Esa fue la última.
Estuve a punto de dejar esa anécdota fuera del texto, pero el editor me pidió que lo pensara. Si yo hubiese estado en su lugar, como editor, hubiese dicho lo mismo.
Obviamente, mi madre no aceptó la propuesta. Discreta, ingenua pero no ilusa, sabía que en el fondo de aquellas palabras no había otra cosa que un manotazo de ahogado, la necesidad de una restitución histórica no exenta de épica.
Mis padres se habían separado el 7 de julio de 1974, cuando yo tenía apenas nueve meses. El mismo día en que Alemania Occidental le ganaba a Holanda la final del Mundial de Fútbol. Seis días después de la muerte de Juan Domingo Perón. Treinta y dos años antes de la muerte de Syd Barret: ya desde entonces mi historia con Pink Floyd estaba por escribirse. The Wall (padre ausente, madre sobreprotectora, opresión escolar, incapacidad para expresar los sentimientos, aislamiento frente al mundo, fantasías autodestructivas) se convertiría, a partir de la adolescencia, en mi disco de cabecera.
Un mes después de publicada la crónica, a mi padre le extirparon una serie de quistes abdominales. El resultado de la biopsia no tardó en determinar lo sospechado: metástasis en piel de cáncer de pulmón. Un punto del cual ya no habría retorno. De ahí en más, el descenso fue lento, constante, doloroso e inevitable.
Cuatro meses después estaba en un hogar de ancianos. A los ocho, en una cama de hospital, respirando a tientas y en estado de semiinconsciencia, maldiciendo a amigos de toda la vida, preguntando la hora a cada rato, confundiendo nombres y geografías (él, que había sido camionero y tenía un Google Maps en su cabeza). Todo el tiempo se rascaba la cara, en un gesto muy suyo. Si fuera amante de los simbolismos, diría que lo que quería era apartarse a la parca de encima.
Le hablaba, pero ya no respondía: sus ojos bailoteaban en la nada, buscando un más allá que sólo él veía. Aquella frase que mi padre le había tirado a mamá en el living de casa (“sé que me queda poco de vida”) se volvía ahora una realidad.
Mi hijo de cinco años llegó a ver la sucesión de situaciones de un modo tajante e iluminador. Una tarde le dijo a mi madre: “El hombre con el que te casaste está internado en el hospital”. Con eso certificaba que, en ciertas circunstancias, la verdad no llega desde el conocimiento sino desde la intuición: mi hijo no sabía que ellos nunca se habían casado ni que estaban separados desde hacía cuarenta años.
En esos días tuve que ocuparme de darle de comer en la boca, porque ya no podía hacerlo por sí mismo. Sinsentido: no recordaba que él lo hubiera hecho conmigo cuando yo era un niño.
Entonces: ¿qué obligación tenía de protegerlo, de ayudar en el tránsito a alguien que había elegido la soledad por sobre la familia? La muerte no salva, es cierto, aunque en ocasiones, con el paso del tiempo, acerca desde la memoria. La muerte se lo iba a llevar y, con ella, se iría, además, mi obligación de sostener la tensión de la cuerda, pero también de bancarme el chicotazo cuando la cuerda se cortara. Haber crecido con su ausencia ayudaría a hacer más sencilla la despedida.
En medio de ese escenario -septiembre de 2015-, me esperaban otros temblores: mi esposa quedó embarazada. El último miércoles de ese mes teníamos turno para una ecografía.
Aguardaba para entrar a la clínica cuando sonó el teléfono. Era el número del hogar de ancianos donde estaba mi padre. Lo habían devuelto desde el hospital porque ya no había nada que hacer. Pude adivinar todo lo que vendría. Pedí que me esperaran al menos una hora y entré al consultorio.
Mientras veía a mi futuro segundo hijo por el monitor del ecógrafo moverse en la panza de su madre, me resultó inevitable pensar en el ciclo de la vida atravesado por esas dos pantallas. El ecógrafo, el celular, unos vienen, otros se van.
No llegué a decirle que iba a ser abuelo por segunda vez. No pude, o no quise. Mi esposa lo intentó, pero él ya no estaba en condiciones de comprender el mundo que lo rodeaba. Ni siquiera el tan básico ciclo de la reproducción humana.
Los años que siguieron a su muerte dejé de escribir.
Eran días largos, extraños, abúlicos, neblinosos, que parecían no pertenecerme y sin embargo me atravesaban. No tenía a quién gritarle que ahí estaba, inmaculado en mi necesidad de ser visto, registrado, oído, tenido en cuenta. Que era todavía esa criatura a la que, como a los arbustos débiles, le hace falta un tutor que lo sostenga frente a la ventisca y los aguaceros.
Me sentaba frente a la computadora e imaginaba comienzos radiantes o ingeniosos que quedaban ahí, en cuatro o cinco líneas garabateadas en un procesador de textos. No fluía; la sola búsqueda de las palabras indicadas se convertía en contante y sonante angustia. Como si no fuera fácil negarse el permiso de ser feliz.
Recuerdo haber leído una nota en el Cultural de El País donde se hablaba de autores que habían escrito sólo un libro para, después, volverse prototipos de Bartleby. “Miedo, dolor, perfeccionismo, grito y gloria forman míticos oasis literarios rodeados de silencio”, decía la entrevistada. “El mutismo de un escritor es en general una herida abierta y las razones pueden ser muchas”.
“No dejes que esto te quite el don de la palabra escrita”, me dijo una querida amiga en una sobremesa. Para eso están los amigos y para eso están las sobremesas.
Por entonces sentía que, mientras mi padre estuvo vivo, siempre –siempre es mucho, pero supongamos que también hay un siempre– fui yo el que se adaptó a él para no perder lo poco que había conseguido. Vivir en función del deseo ajeno, entrenarse en el riguroso arte de trastabillar en el vacío. No pude exponerme a que me olvidara completamente, no tuve las agallas para sostener semejante riesgo. ¿Qué quedaba? Negociar. Cuando uno funda su propio Frankenstein, la imagen del creador te corresponde, todo lo que sos en el otro te pertenece, es tu derecho de autor.
Fui hasta donde él me dejó y hasta donde yo tuve la capacidad de permitírmelo. Él había tenido un hijo, lo cual no significaba que fuera padre. Yo había tenido un padre, lo cual no exactamente me convertía en hijo. Ya vería qué hacer con el dolor: a algunos dolores, es sabido, se los extraña.
En fin. Ideas sueltas que uno le debe a los apuntes en un viejo cuaderno Gloria de tapa dura tras las sesiones de psicoanálisis.
Esta anécdota la conté en la crónica anterior, pero me sigue pareciendo representativa. Habíamos comido un asado con mi padre, salimos a fumar un cigarrillo a la vereda, era una hermosa noche de verano y nos pusimos a mirar el cielo. Él dijo: a veces estoy en casa, miro el cielo y pienso: ¿dónde estará mi hijo?, ¿qué estará haciendo en este momento? Yo le respondí a quemarropa, sin pensarlo: a un hijo no se lo cría mirando el cielo.
Puede haber múltiples lecturas de esa escena, por supuesto, pero con los años, tras varias decodificaciones, me quedé con esta: que ser padre no es una obligación, sino, entre otras tantas otras cosas, una convicción. Como escribió Sartre, somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros.
Habituado al silencio de mi padre, un silencio que no estaba hecho de la carencia de palabras sino de su exceso, pero con un marcado empeño sobre cosas anodinas, cotidianas, y poca profundidad en aquel vínculo que nos unía, imaginé, en mi juventud, e incluso en los primeros años de paternidad, que con mis hijos bastaría hacer lo contrario.
Que en el sosiego de las palabras crecería una forma de relacionarse. Que en el abrazo nunca haría frío. Que, en el viaje, cuatro ojos verían siempre más que dos. Luego, claro, la realidad es ese guantazo dócil que se encarga de avisarte que los absolutos no existen. Que sí, podés ser amigo de tus hijos, pero un ratito. Que un abrazo es también un límite. Que hablar demasiado (¿no lo sabías, ya?), aburre. Que salirse de ese espacio de egoísmo para advertir el deseo ajeno es un gol de media cancha (“¡¿cómo que no te gusta el trap, papu?!”). Que la marca de la gorra no garpa y que la distancia es también una forma de estar cerca.
Una vez, la madre de mi esposa me dijo: admiro la paciencia que tenés para explicarle todo a tus hijos. El desahuciado de la paciencia, el hombre en carne viva que no podía esperar ni siquiera su turno en el restaurante, se daba cuenta que no estaba errando tanto el vizcachazo como creía. Como leí por ahí: “Una cosa es educar a tu hijo, otra es domarlo. Educar, es ayudarlo a ser él mismo. Domar, es obligarlo a ser lo que no es”. Bueno, en esa búsqueda de equilibrio se van los días.
El día que mi padre murió, mi hermana menor estaba en Varanasi, India. (Mis dos hermanas, no lo dije, no son hijas de mi padre, sino del primer matrimonio de mamá, pero son MIS hermanas.) A Varanasi se la conoce también como Benarés, y es una de las siete ciudades sagradas para el hinduismo, meca de ancianos y enfermos que quieren pasar allí sus últimas horas y ser cremados a orillas del río Ganges, para quedar librados del indefectible ciclo de las reencarnaciones. “Cuando me llegó el mensaje donde me decías que había muerto tu papá”, me dijo mi hermana al volver de su viaje, “supe que estaba bien, que ese era el lugar donde tenía que estar en ese momento”.
La noche del velorio fuimos a un restaurante que estaba junto a la sala velatoria. Éramos ocho. Picada generosa y cerveza. Fueron, al menos, dos horas de charla que hicieron olvidar el mundo que nos rodeaba para concentrarnos en el mundo que nosotros construíamos. Para eso estaban los amigos, para eso estaban las sobremesas.
Hoy mamá tiene ochenta y pico. Es un poco mañosa, pero se deja querer. El año pasado firmamos los papeles con los que me donó la casa donde vivo. Prefiere el teléfono fijo al celular. Le cansa caminar, la jubilación no le alcanza, necesita dormir la siesta, se resiste a poner internet. Le gusta mirar series y películas por televisión, malcriar a los nietos, coser medias, y le salen muy ricas las albóndigas con puré de papas.
Van varios años, ya, y la pregunta sigue siendo la misma. ¿Hacía falta escribir sobre esto? Sí, claro. Siempre hay una ciudad de provincia esperando por alguien que se pasee desnudo un sábado por la noche.
Nota de Clarin
Hernán Carbonel es periodista cultural, vive en Salto, provincia de Buenos Aires y escribe para el suplemento literario de La Gaceta de Tucumán y la revista Acción. Da talleres de lectura y lleva adelante Coda, un club de lectura. Publicó los libros “Antiguos dueños de la tierra” (Ediciones Amauta), “El chico que no crecía y otros cuentos” (Galerna Infantil) y “El caso Arroyo Dulce”. Está a punto de editar su primer libro digital, Sedimentos, antología de artículos, entrevistas y ensayos breves. Ha colaborado en varios medios gráficos y digitales de cultura, turismo e interés general, y algunos de sus cuentos fueron publicados en diversas antologías
La nota se publicó un sábado lluvioso. Pasé horas frente a la computadora y el teléfono, agradeciendo mensajes de lectores ignotos y de amigos. Entre eso y pasearse desnudo por la calle céntrica de cualquier ciudad de provincia un sábado por la noche, no había grandes diferencias. Durante años seguí preguntándomelo: ¿hacía falta escribir sobre eso?
La crónica finalizaba con una propuesta: después de décadas atravesadas por el silencio y una respetuosa indiferencia, mi padre le propuso casamiento a mi madre para que, al menos como resarcimiento económico, le quedase una pensión para cuando él no estuviera. La escena se dio en el living de casa, yo mero testigo, sorprendido, fumando un cigarrillo tras otro con la puerta entreabierta. No sé cuántas veces mi padre habrá llorado frente a mi madre. Esa fue la última.
Estuve a punto de dejar esa anécdota fuera del texto, pero el editor me pidió que lo pensara. Si yo hubiese estado en su lugar, como editor, hubiese dicho lo mismo.
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