En el diario La Nación fue publicada una entrevista contando la historia de Fabián, Sandra, Fiamma y Fermín Lujan, familia Saltense que desde 20 años se encuentran viviendo en Estados Unidos. Una nota imperdible donde cuentan su experiencia y su lucha durante todos estos años…
Vivir en un pueblo de EEUU. Son argentinos: «Nos ganamos el corazón de la región»
«¿Yahora qué?», se preguntó Sandra angustiada mientras ordenaba el galpón y entremezclaba su tristeza con sensaciones de alegría generadas por el simple acto de desempolvar pequeños tesoros perdidos. Ningún objeto parecía ser demasiado relevante hasta que, de pronto, divisó una carta en la que pudo distinguir un sello proveniente de Estados Unidos. ¡La recordaba! Era una correspondencia vieja que les había dedicado su tío para el día de su casamiento. En ella, les deseaba todo lo mejor y los alentaba a que un día den un gran salto, se suban al avión y allí, en el gran país del norte, dibujen otro destino. En su momento, a Sandra y Fabián, la sola idea les pareció una locura.
Pero ahora los números no cerraban. Sandra sentía que habían ingresado a un túnel demasiado oscuro, descendente y en donde parecía imposible hallar una luz al final del camino. Su negocio había vivido sus días de gloria, pero era tiempo de aceptar que la gente ya no invertía en fotos para casamientos o bautismos, «¡es más, la gente ya ni se casa!», le exclamó un día a Fabián, dueño del negocio aparte de ser su marido. Definitivamente, el ayer ya había dejado de ser y era necesario pensar un nuevo presente, para vislumbrar un buen futuro.
Primero imaginaron que podrían trasladarse con su negocio al sur, más precisamente a la península de San Pedro en Bariloche. Desde que habían contraído matrimonio, que fantaseaban con aquel bellísimo destino argentino:«Pero nosotros ya no éramos dos, sino cuatro: habían llegado nuestros hijos Fiamma y Fermín al mundo y lo que estaba en juego era nuestra familia», cuenta Sandra al rememorar el momento. «Esto fue a inicios del año 2000, las cosas no iban bien para muchos y nos avisaron que allí, en el sur, la situación no era en ningún modo diferente».
El reencuentro con la carta dejó a Sandra pensativa: ¿y por qué no? Entonces llegaron las charlas, las innumerables horas de insomnio y las tantísimas lágrimas, hasta el día que decidieron partir. «Nuestros padres, aunque les doliera, siempre estuvieron presentes y apoyando. En cuanto al resto, hubo de todo. Es el precio que hay que pagar – el enojo de algunos, la indiferencia de otros- que duelen como el tan nombrado desarraigo, que se siente al principio, pero como todo, eso también pasa».
Hacia EEUU con una tormenta en el corazón y la ventana
Los preparativos estuvieron atravesados por una tristeza profunda. Fabián viajó primero y Sandra quedó en suelo argentino, cerrando el negocio, haciendo valijas, y tratando de que sus hijos salgan ilesos de aquel mar de incertidumbres que provoca el hecho partir hacia lo desconocido.
«Y ya en el avión, mientras los chicos dormían y una tormenta terrible dibujaba relámpagos en las ventanillas, yo me preguntaba si estaba bien mudarnos a otro país, donde todo era nuevo, distinto, extraño; fue una sensación que perduró durante muchos años. La respuesta la veo hoy, con Fiamma y Fermín convertidos en dos adultos, buenas personas, hijos amorosos, incansables luchadores, y me digo: dolió, y como todo lo que duele, con el tiempo te fortalece y da sus frutos».
Fue así que en el comienzo del nuevo milenio y con 34 años, Sandra partió junto a sus hijos rumbo a Carolina del Norte, Estados Unidos, para nunca más volver.
Salido de un cuento sin veredas
Sandra se crió en Salto, un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Lo hizo rodeada de campos sembrados con trigo, pasturas verdes, vacas que se acercaban al alambrado para verla pasar, y la vida de un pueblo con su gente, los vecinos, las charlas en la vereda y los amigos del barrio.
Le habían dicho que aquella zona de Carolina del Norte a la que arribarían era muy industrial, entonces imaginó que Burlington sería de un gris metálico, con olor a motores y aceites, triste: «Pero ni bien bajé del avión y durante las horas que siguieron, quedé boquiabierta de la admiración», revela sonriente. «Llegamos en pleno verano y mis ojos instantáneamente se llenaron del verde de los árboles, del césped de las casas bonitas, de esos jardines impregnados de flores, los canteros recortados, los farolitos en las puertas y, por supuesto, los buzones tan típicos. Era como entrar a un libro de cuentos, una postal. Creo que eso fue lo que me enamoró a primera vista. Al menos al verde de mi pueblo lo tenía aquí conmigo, y me acompañó para siempre».
Sandra jamás olvidará el primer pedido que le hizo a su marido: «Llevanos a conocer el centro». Él rió con ganas y le dijo que poco iba a ver allí: «Te tirás a dormir en el medio de la calle y nadie se da cuenta, ¡está muerto!» Y así resultó ser, durante los años que siguieron al centro solo fueron para visitar la biblioteca pública y no mucho más.
Las semanas se transformaron en meses, en los cuales Sandra peleó con optimismo por adaptarse a un rincón en el mundo con muchos hábitos que encontró amigables – como la buena disposición y las sonrisas constantes de sus vecinos – y otros tantos que significaron lágrimas y esfuerzo. Por fortuna para sus hijos, que llegaron con 4 y 5 años, acomodarse a la nueva vida fue más fácil de lo que había imaginado.
«Algo a lo que sinceramente no me he podido acostumbrar es que en estos pueblos o suburbios no hay veredas, el transporte público es casi nulo, y todo está muy disperso: la distribución de los establecimientos comerciales, los administrativos, restaurantes y demás, no se encuentran concentrados ni cerca. Por ende, caminar no es una opción. No es ni parecido a lo que uno puede pensar de un pueblo o una pequeña ciudad del interior en Argentina y eso te lleva a no moverte tanto, socializar menos, a tener que comprarte un auto, porque el auto son tus piernas. Sin una movilidad es imposible hacer tu vida de todos los días».
Concentrados en su emprendimiento gastronómico – uno que revelaron que podía crecer y florecer fuerte en aquella tierra de la mano de la inventiva y el esfuerzo – el tiempo fluyó por momentos lento e intenso y, por otros, a pasos agigantados. Entre el trabajo, los pequeños y grandes acontecimientos de sus hijos y la rutina, los meses se transformaron en años y nuevas necesidades de transformación.
Fue así que, después de casi dos décadas de vivir en Carolina del Norte, se mudaron a las afueras de un pueblito de montaña llamado Floyd, que solían frecuentar por trabajo. Ubicado en el área de Indian Valley, condado de Floyd, Virginia, allí algo mágico sucedió.
Nuevos hábitos de un pueblo con los brazos abiertos
«¿400 habitantes?», se sorprendieron sus allegados en Argentina. A pesar de haber llevado una vida en los suburbios, Sandra quedó maravillada por la atmósfera diferencial de aquel pueblo mínimo que los recibió con los brazos abiertos desde el principio.
Como productores gastronómicos artesanales, la vida en una pequeña comunidad al pie de una montaña emergió como si estuviera hecha a su medida. Con días que arrancan desde el alba, la comunidad simple, generosa y amigable, se dispuso a hacerlos sentir bienvenidos como nadie:
«Desde el primer día nos sentimos como en casa. Lo cierto es que ya nos habíamos hecho de varios amigos a lo largo de los años, ya que solíamos venir semanalmente a vender nuestros productos en el mercado de agricultores», cuenta con una gran sonrisa. «Aquí nos dedicamos a hacer quesos y dulces artesanales, así como empanadas argentinas y nos hemos ganado el corazón y el estómago de la región. Y el tercer domingo de cada mes hacemos pizza party ¡y se llena!».
Con su nueva vida llegaron nuevos aprendizajes originados por otros por hábitos a los cuales debieron adaptarse. Sandra pronto descubrió que para hacer ciertos mandados, tenía que planificar su semana con antelación. Para comprar las necesidades diarias, por ejemplo, debía manejar 25 minutos por un camino de montaña, y el correo, por otro lado, apenas estaba abierto de 11 a 13hs.
«¡Acá se lleva una vida de granjeros, bien rural»!, continúa. «Todos los que pasan por la puerta, ya sea en camioneta, moto o tractor con su carga de fardos de paja, tocan bocina o levantan la mano para saludarnos. Y la gente del `vecindario´ está contenta de que esta casa, que ha estado deshabitada por 15 años, haya vuelto a vivir, así que, aunque no estemos, ¡tocan bocina y saludan igual!».
«Asimismo, se escucha el ruido de las motosierras preparando leña; acá, cuando te querés acordar, ya se vino el invierno y hay que estar listos. ¡No va a faltar mucho para ver el humo de los hogares tratando de tocar las nubes! Y cuando la vida se pone difícil, tiendo a pensar que mi recompensa es vivir en este paraíso, la casa rodeada de un bosque, que nos va a proveer de la leña para que no nos falte el calor de hogar».
Los reencuentros, añoranzas y aprendizajes
Un dilema y una vieja carta se encontraron veinte años atrás en un galponcito para cambiar el destino de una familia argentina. ¿Qué hubiera sido de ellos si Sandra no desempolvaba aquellas líneas escritas por su tío? Aquel consejo olvidado, por considerarlo locura, fue capaz de transformar el dilema en un problema con posible solución. Pero para ello, Sandra Sarlinga tuvo que enfrentar noches de desconsuelo ante la idea del desarraigo; junto a su marido, Fabián, y sus hijos, tuvo que animarse a dar un salto de fe hacia un rumbo inesperado, que hoy comprende que le trajo felicidad, a pesar de las añoranzas y las varias noches de desazón.
«Una vida de gran esfuerzo nos ha sobrevolado y en estos veinte años no hemos vuelto a la Argentina», confiesa la mujer de 54 años. «Nuestro corazón salta de alegría con la visita de los abuelos, son meses de preparativos y planes. Pero la dura realidad es que todos estos años han pasado para todos y ellos están más grandes; nos toca vivir con el hecho que va a llegar un momento en el que no van a poder viajar más. Estamos felices de que hayan estado en momentos especiales de la vida de nuestros hijos y ahora, que va llegar un bebé a la familia, si Dios quiere estarán aquí de nuevo. Solo falta paciencia, porque tocará cuando todo esto de la pandemia pase».
«Sinceramente, si bien no hay lugares perfectos, nuestra experiencia desde el primer día que llegamos ha sido siempre positiva. Acá nos adoptaron como familia, nos apoyaron en cada emprendimiento y han acompañado a nuestros hijos a lo largo de estos veinte años. Es cierto que la amistad se vive de manera diferente, pero uno aprende aceptar las diferencias y eso nos ha hecho nuestra vida más llevadera», asegura.
«Por supuesto que uno reniega con ciertas cosas, o se agarra broncas, pero si tengo que hacer un balance, este es positivo. ¡Nuestra experiencia nos enseñó tantas cosas! Insertarse en otra cultura te abre los ojos y el corazón, aprendés que hay mil y una maneras de hacer una misma cosa, o afrontar una misma situación. Sin dudas, ha sido una experiencia enriquecedora», continúa. «Una cuenta pendiente es volver a nuestro país, mi querida Argentina, que la recuerdo en todo momento. Hay días que la extraño más que otros. Se extrañan los olores, las voces y los sabores de lo nuestro, que vive intacto en nuestro corazón y en él habitará por siempre», concluye conmovida.
Fuente: lanacion.com.ar
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